A PULSO

Mi Don: hablar al revés
"Nunca te lo creas, no más que un 25%"


un trozo de mi sombra hecha papel
algo de color verde como el tallo de un clavel
querré servir de algo o quizás pierda el tren
pero el siguiente
lo cogeré


Beatriz Carrillo



LOS OJOS DE MI PERRO

Os presentamos este relato de Elisa Gracia Fanlo titulado Los ojos de mi perro.

Escrito en prosa, este relato está centrado en el tema de la salud mental desde la más absoluta normalidad, sin tapujos, ni censiones.

Leer: LIBRO DE ELISA

                                                

Fragmento de la novela Música en la mochila (Capítulo ocho) publicada por Mira Editores.
 
PORTADA DEL LIBRO:



Los primeros soles de la mañana me despertaron calentando el ventanucho de la habitación con rayos de luz blanca y lechosa. Había grumos de luminosidad, de brillo, como fragmentos cristalizados de una estrella errante que cegaban mis ojos y le daban resplandor a mi piel. Estaba encerrada en aquel cuarto novelesco, rodeada de tantas hojas de papel y de tantos decorados de antaño que me sentía prisionera. Pululaba por un escenario que bien podría ser el de una escena teatral; aquel ámbito literario salpicaba escenas dramáticas y cómicas en destellos de papeles amarillentos, en sillas o taburetes de cuero, en hornacinas que albergaban cántaros y vasijas, en telas y sábanas bordadas con iniciales, en detalles mínimos como planchas, cajas de bambú, figurillas de filigrana, tabaco de picar y un largo, esponjoso y nutrido etcétera. Aquel ambiente me interpelaba en forma de interrogante, ¿sufriré un contagio, una contaminación con tanto libro ya descatalogado?, ¿absorberé tanto paisaje recubierto con carteles y publicidad de otro tiempo (de un tiempo que ya no viví) pero que parece pertenecerme ahora? Prendí un cigarrillo y tras esa espesa humareda de nicotina lo vi todo polvoreado de irrealidad, de inexistencia, de alegórica fantasmagoría. Me sentía bien así, en parte real, en parte inexistente. No había bebido ningún sorbo pero me embriagaba aquel marasmo. Hubo una transformación en mí, un cambio, ya no me sentía presa. Poco a poco me fui liberando de mis ataduras más íntimas. El desordenado amontonamiento de presencias mudas me acompañaba, me aproximaba, me daba señales de cercanía... [...]

Autora: Elisa Gracia Fanlo.

Relatos y microcuentos publicados en el libro
Realidad Imaginaria.
Autora: Elisa Gracia Fanlo.
PORTADA DEL LIBRO:



CHIQUI-PARK

Sentado junto a un viejo diván parnasianista Nachito no entendía por qué aquella mujer alta, desgarbada, de ojos negros y ojeras pardas no cesaba de fumar y de beber sorbitos de una botella de licor. Le había dicho que era su novia. Le sacó de la cama porque tenían que casarse inmediatamente, incluso llegó a afirmar que sería un niño malo si no la acompañaba a casa a horas tan tardas de la noche.
Ahora le ignoraba completamente, medio colocada, con el iris rasgado de rojo y de vidrio líquido, ¿cuándo se casarían?
Bárbara, a pesar de estar en otra onda, en la onda de los colgados por pastillas y alcohol, podía ver a su hijo, Nachito.
Ignacio, aquel sesentón que le prometió dejarle marchar si le daba un bebé a cambio, estaba lejos, muy lejos, allá donde los cipreses huelen a muerto y los muertos a ciprés, allá donde lo podrido es el corazón de los que no respiran.
“¿Por qué, viejo loco, tengo yo ahora que cargar con la criatura? Voy a hacer algo por él, sí, lo llevaré a una de esas discotecas para niños, para que piense que estamos de luna de miel o algo así, al fin y al cabo le he dicho que soy su futura esposa. ¿Y quién podría ser yo? ¿Su mamá? No, Ignacio, yo nunca quise crear vida, figúrate, estoy destruyendo lo poco que queda de mi horizonte particular...”
Se levantó bruscamente dando un traspié, intentó enderezar la figura y con un arrojo de violencia cogió a Nachito del brazo:
–¿Dónde vamos, novia?
–A una disco.
–Yo soy más bien tranquilo, novia.
–Como el viejo.
–¿Quién es el viejo, novia?
–Un hombre sin futuro, y deja ya de llamarme “novia”, mi nombre es Bárbara.
–Bárbara suena muy fuerte, te llamaré Luna.
Bárbara sintió una punzada en el estómago, así la llamaba el viejo, “Luna, Luneta, Lunilla...”
–¿Por qué quieres llamarme “Luna”?
–Porque... Parece que gires alrededor del mundo sin llegar a posarte en él.
–¿Cuántos años tienes?
–Siete, Luna.
El viejo le decía lo mismo, se lo decía calladito, al oído, “Luneta, aterriza, vas flotando por la atmósfera como un cuerpo ingrávido, luminoso pero ingrávido, como la luna, y sin embargo tu mente es pesada, espesa, pero tan pura...”
–¿Te agarras de mi brazo, Luna?
¡Oh, no! El niño era todo un caballero, como el viejo. Se había vestido de una manera tan exquisita... Hasta llevaba un pañuelo violeta en el bolsillo de la camisa, ahora lo veía, no parecía un niño sino un viejo con cara de crío. De tez pálida, piernas estilizadas y rizos albinos...
–Creo que no te encuentras bien, Luna, lo podemos celebrar otro día...
–No habrá día que me encuentre bien, hoy es un día gris en un calendario siempre gris.
–¿Y por qué, Luna? ¿No me quieres como marido? Yo puedo hacerte feliz, ya lo verás.
Bárbara sonrió con amargura. Recordaba a la hermana de Ignacio, nunca vio con buenos ojos la relación que ambos mantuvieron y ahora le había dicho, con acritud, con dureza... “Saca a Nachito de mi casa, llévatelo donde te plazca, no soporto nada que huela a vosotros.” Ignacio, aquel vejete medio filósofo, medio teólogo de la nada, con su barba espesa, su chaqueta de ante gastada y sus tejanos descoloridos, no se parecía a su hermana. Ella era algo beata. Su turno de los domingos consistía en oír siete misas seguidas, más alguna del sábado por la tarde, los doce apóstoles. Vestía siempre de negro, con chaquetas de punto que ella misma tejía mientras veía programas extrarrosas o sensacionalistas. Ilumi­naba una estampa de San Antonio todas las noches, porque, a pesar de su rechazo a todo estremecimiento físico, deseaba un esposo de escaparate. Misera, beatunga, limosnera... Estuvo a punto de consagrar su espíritu al “novio inexistente” sólo que no soportaba el voto de obediencia. Era de esas mujeres frías, paliduchas de sangre, agrias, espejos cóncavos o convexos del tráfico de la verborrea inconsistente. Nachito, para ella, era hijo del pecado. Bárbara un vientre envenenado. Ignacio una semilla estéril, flaca, portadora de una locura insana.
–Se te ve muy pensativa. ¿Eh, Luna?
–No, niño, yo apenas pienso. Voy cosiendo con la mente retajos de ropa usada, lógicamente de todo ello resulta un andrajo, un harapo intragable.
–¡Qué raro hablas, Luna!
–El viejo, o sea, el hombre sin futuro, me decía que hablaba con la lengua de un tartamudo, de un tartaja de la vida.
–Lunilla, a mí lo que me parece es que no te quieres casar conmigo, y por eso estás triste.
–Te equivocas. Venga, salgamos ya de casa. Hace un tiempo de perros. Nunca pensé que me casaría en invierno.
–¿Prefieres casarte en verano? A mí no me importa. El festejo puede ser más largo.
–Pavito, nos casamos y ya está.
Mientras caminaban hacia la disco para niños, Nachito se detuvo en varias joyerías. Quería comprar un par de alianzas. Bárbara le convenció para que se conformase con dos anillos de plástico, extraídos de una bolsa de patatas fritas, con un gran pedrusco de papel pintado de colores en el centro. Para ser tan niño daba zancadas de adolescente, como el viejo pero al revés. Bárbara, desteñido el corazón, apenas podía seguir el ritmo de ese cuerpecillo fino con zapatos de hombre...
–Luneta, ¿tú crees en Dios?
–¿Por qué me preguntas eso? No es una pregunta de niños.
–Simplemente quería saber si deseabas casarte por la Iglesia o por el Juzgado o si preferirías seguir algún rito especial... No sé, dime.
Bárbara se estremeció. Recordaba el rito pintoresco que celebraron Ignacio y ella. Él se vistió con una falda de flecos que ella solía llevar, se puso hasta un sujetador con almohadillas y se pintó los labios de rosa pálido. Ella se vistió con sus tejanos gastados, su chaqueta de ante y hasta se puso una barba cana y postiza. Se miraron en un espejo, en el espejo del dormitorio de Ignacio y él le dijo al oído, calladito... “Lo que más deseo es que tú seas yo y yo sea tú.”
–Dame algo tuyo, Nachito.
–¿Te sirve mi navaja?
–¿Y para qué lleva una navaja un niño de siete años?
–Es chiquita, Luneta, pero lo suficientemente grande como para hacer figurillas de madera... De mayor quiero ser escultor. La tía dice que los artistas se mueren de hambre. Papá no, papá piensa cosas que no entiendo. Yo me las apuntó toditas en un cuaderno por si algún día las entiendo.
–Me gustaría que no las entendieras nunca, Nachito, o quizá que las comprendieses tan bien que te diera por reír en vez de por llorar.
–Luneta, ¿tú las has leído?
–Yo las he oído, Nachito.
–Cuéntame eso, ¿cómo fue? ¿Eres amiga de papá?
–Soy su memoria y tú también.
–Ya vuelves a hablar raro, Lunilla.
–Antes papá estaba dentro y fuera. Ahora sólo está dentro.
–Hay cosas que no entiendo, Luneta, pero que me ponen triste. ¿A ti también te pasa eso?
–Mira, Nachito, no hay que ponerse mal. Si en la vida te las das de entendido aunque no entiendas nada es como mejor te va... Dame la navaja. Como es una navaja-llavero me la colgaré del cinturón, tú colócate esta pulsera de pasta en la muñeca...
–Es muy bonita Luna, pero es de chica...
–Sólo un minutito.
Anduvieron un cruce de caminos y en un charco enlodado dos figuras reflejadas sobre el barro y el agua... Nachito, jugando con la pulsera, y Bárbara, acariciando las letras grabadas en la chapa de la navaja. Dos figuras mudas. Dos figuras pálidas sobre un fondo demasiado turbio.
–¿Te ha gustado la boda, Nachito?
–Un poco rara, Luna, pero no más rara que otras...
Siguieron caminando. Nachito se sentía diferente, aquella pulsera no le parecía ahora hortera ni de niña, creía que era un juguete, el último juguete, el juguete que le abriría el ventalón de la edad de los adultos. Bárbara miraba, sin querer demorar los sentidos, las inscripciones de la navaja. En la intersección alterna de Ignacio y ella: Nachito, tan minúsculo como una peca... ¿Por qué no lo miró cuando salió por piernas al mundo? ¿Por qué huyó tan deprisa de la sala de partos? Aún sangraba... Recordaba la escena: Ignacio, al fondo, con el bebé agarrado a la barba, una última mirada, un parpadeo triste y el taconazo despectivo de Bárbara lanzando al espejo una bocanada de humo.
La puerta del Chiqui-park estaba concurrida de niños, más pequeños que Nachito.
Nachito observaba sus trajecitos de muñeco o de adolescente guaperas en miniatura. Se sentía diferente. A él ya no le gustaban los globos, ni las piruletas, ni las pistolas de agua...
Le gustaba aquella extraña mujer que le llevaba de la mano, para que no se escapara todavía del mundo de la infancia.
–Nachito, ¿por qué no juegas a algo?
–Ya estoy jugando a algo.
–Yo no veo que juegues a nada.
–Estoy jugando a mirarte.
–Ése es un juego muy aburrido.
–A mí no me lo parece, Luna. Los mayores juegan también a mirarse.
–¿Y cómo es ese juego exactamente?
–Vas mirando a la gente, poquito a poco, hay caras muy vistas, no sé, como las de todo el mundo... Pero hay caras que te hablan de cosas sin mover los labios, entonces, cuando ves esas caras, el estómago te da brinquitos...
Lo mismo decía el viejo, “Mi estómago baila cuando te miro y sólo con mirarte sé que ya andas por otros lugares. No sé si te quedarás en este pequeño espacio senil, donde no hay sorpresas ni vómitos de anécdotas. De todos modos nunca te quedaste quieta, tengo una percepción muy movediza de ti, casi borrosa, aunque entre tanta niebla, sí, puedo intuir lo que, para mí, eres.”
–Y a mí, ¿cómo me ves?
–Como un cartel intermitente. ¿Te molesta?
–No, Nachito. Fíjate en esa niña, tiene cara de escultura. ¿No te gustaría conocerla?
–¿Y cómo son las caras de escultura?
–Quizá no lo sepa muy bien, pero tienen el rostro que tendrías tú si se pudiese ver lo que imaginas, lo que sueñas o lo que deseas.
–Otra vez hablas raro, lo que yo veo de esa niña es que es la única que no juega a nada, o mejor dicho, la única que juega consigo misma, con los lazos de sus zapatos, y pasa de este rollo de colchonetas, puentes y toboganes...
–¿Y eso no es tener cara de escultura?
–Se lo voy a preguntar.
Mientras Nachito enfilaba el espacio de lona, salpicado de balones y redes, Bárbara tuvo un sentimiento muy fuerte hacia él, quizá no maternal, pero sí diferente a la indiferencia que le provocaban los manoteos y algarabías pueriles. “Puede que esté triste, sí, siento la misma tristeza que sentiré el día que tenga que decirle a Nachito que soy su madre y no su novia.”

Aquel extraño libro

Nuria caminaba deprisa. A pesar de sus años una precipitación álgida y entusiasta la movía de un lado a otro de la acera, tambaleándose en una borrachera de ilusiones. La librería de viejo que buscaba estaba en el casco histórico de la ciudad, muy alejada de su casa. Habría podido coger un taxi pero prefería hacerlo a la vuelta; ahora un nerviosismo punzante la llevaba por calles de farolas y baldosines agrietados.
Iba volada, con su gabardina gris, su paraguas previsor y unas zapatillas cómodas, de andar por casa, de cuadros marrones y negros. Su pelo canoso, entre mechones a medio teñir y crestas rígidas y tiesas sin color, su mirada grisácea y siempre dirigida a un punto indefinido le daban un aire fantasmal.
Por fin encontró la librería, se fijó en la fachada, sus ojos mortecinos tropezaron con la silueta rugosa de escritores y pensadores esculpidos y pintados sobre bases de piedra. El color gris de la fachada se confundió con el de sus ojos y por un momento pensó que ella también era un librería de viejo portátil. La puerta de madera que daba acceso a la entrada era pesada, muy pesada, por lo que tuvo que ayudarse de las dos manos y del paraguas, echó de menos las poleas y los engranajes de ruedas.
Ya dentro, sintió que una atmósfera atemporal envolvía el local. Los libros apiñados en estanterías de yeso pulido dejaban al descubierto lomos de piel marrón o negra con grabados dorados y letras góticas. Algunos no tenían tapas, eran legajos amarillentos cosidos en el margen izquierdo con lana.
Dejó pasear su mirada por el mostrador de madera de abeto, algo carcomida y con efigies romanas. El hombrecillo que estaba detrás de él era menudo, unas gruesas lentes de concha cubrían sus ojos y se apoyaban en una nariz puntiaguda y ligeramente torcida hacia la izquierda. Era el vendedor.
El suelo, a base de planchas de madera, daba, a cada paso de los clientes y curiosos, un ligero crujido.
Nuria, todavía más sobrecogida por el ambiente, dejó deslizar sus dedos artríticos entre los libros de la estantería. Ella buscaba uno muy concreto, un ejemplar de la primera edición de su libro favorito cuyo contenido, autor y título desconozco porque Nuria siente cierta vergüenza por confesar sus pasiones literarias.
Creía que no lo encontraría nunca, estuvo más de una hora pasando libros y legajos, buscando a la desesperada ese ejemplar, ese capricho que se daba a sí misma. Por sus manos artríticas pasaron docenas de ejemplares de otras novelas que nunca había leído. Al hallar su libro sintió un intenso placer, era como arrancarle a su autor un hueso de su tumba. Ni siquiera se fijó en el precio, fue directa al mostrador, complacida.
–Doce mil pesetas.
–¿Tanto?
–Con el arte no se regatea.
–Guárdemelo, voy a sacar dinero.
¿Cómo conseguir tanto dinero?, en su libreta figuraban cinco mil pesetillas, pensó en vender algunas cosas aunque no sabía muy bien el qué, su casa era un almacén sin provisiones. Estuvo largo rato con la mirada en el aire, como si pudiese vender alguna nube. Sabía algo de ungüentos y de cremas, de perfumes y de esencias, echó unos polvos y unas gotas y se puso a vender en la calle sin licencia. La policía estuvo a punto de detenerla, le salvaron sus gafas de sol y su gabardina reversible. Fue por las casas, varias mujeres desconfiadas y algunas adolescentes progres le echaron los ungüentos a la cara. Cuando todo estaba ya perdido, una soñadora madurita, enamorada del lechero, le tomó por la mismísima Celestina y le soltó diez billetitos verdes por toda la mercancía.
Nuria agitó un poquito más sus piececillos de bailarina y fue danzando hacia la librería de viejo, ya tenía el dinero, dinerillo fresco.
Entró en la librería y se dirigió directamente al mostrador, cuál fue su sorpresa cuando vio que un hombretón de unos cincuenta años, con una faria en la boca, perfectamente trajeado, con un perfume extrañamente dulzón, compraba su libro. El vendedor ya lo estaba envolviendo, Nuria trató de evitar que aquel ejemplar único huyese de sus manos...
–Le dije que me lo guardase.
–Ha tardado tanto, creí que no iba a volver, se dan tantos casos...
–Tengo el dinero, puedo comprarlo.
–Ahora ya no me pertenece, es de este señor.
Y señaló al hombretón del puro que permanecía inmóvil y ajeno a cualquier reyerta...
–Oiga, el libro que ha comprado es mío, lo he soñado tantas veces que forma ya parte de mí.
–Yo no entiendo de sueños, señora, lo vi, me gustó, y lo he comprado, eso es todo.
–Podríamos llegar a un acuerdo, puedo conseguir que le guste cualquier otro libro de las estanterías.
–Eso no será fácil, señora, mis gustos son espontáneos, son caprichos de mi mente, nadie puede encapricharme a posta.
–Déjeme intentarlo.
–Me divertirá su fracaso, me someto a su juego.
Nuria tuvo que subir y bajar escaleras sin parar, usar artimañas de vendedora nata, al fin y al cabo no conocía al hombretón del puro y no sabía qué podía encapricharle. Le mostró gráficos y mapas de viajes coloniales, universos estrellados y planetas giratorios, libros de caligrafía artística, manuales para convertirse en un hombre de éxito, textos medievales y hasta panfletos políticos.
Nada le convencía, Nuria no quería fracasar pero tampoco le importaba obtener éxito con mentiras, así que le enseñó un libro repleto de árboles genealógicos, asegurándole que si investigaba a fondo ese libro se daría cuenta de que él descendía de una antigua tribu apache...
–¿Cómo puede estar tan segura?
–Soy una experta en esos temas y aunque yo no escribí el libro he publicado en varias revistas científicas el origen de los hombres y mujeres más anodinos.
El hombre del puro arqueó las cejas, empezó a pasar páginas con rapidez, se le notaba ansioso y confuso. Su mirada y toda su concentración estaba bloqueada entre docenas de gráficos y flechas que no comprendía. Nuria aprovechó su desorientación para escabullirse, comprar su libro y largarse.
No estaba muy segura de que su efecto embaucador durase mucho así que cogió un taxi. Además se sentía cansada, tremendamente cansada. Metió el libro en la bolsa donde antes había depositado los ungüentos y dejó deslizar su mirada entre las estrechas calles que se sucedían como caminos salpicados de viviendas y edificios dormidos.
El taxi dio un ligero rodeo y Nuria pudo descubrir con sus ojos soñadores lugares desconocidos para ella. Aunque pocos transeúntes caminaban por las aceras o esperaban que el semáforo cambiara de color, Nuria inventaba a retazos la historia personal de cada uno de ellos, no les buscaba imaginariamente un oficio o un círculo de relaciones sino que trataba de averiguar cuál sería la secreta intención que les había echado a la calle.
El taxi paró en su vivienda o quizá un poco más atrás, Nuria pagó al taxista y salió del coche. Cuando el taxista arrancaba de nuevo, Nuria sintió que su bolsa de Galerías Primero, en cuyo fondo estaba resguardado el libro, pesaba muy poco, era ligera como una pluma, lo primero que pensó es que el libro se había vaporizado, se había vuelto etéreo e inconsistente porque al fin y al cabo se trataba de parrafadas y juegos de palabras ideados por un escritor centenario. De aventuras impresas en la memoria de un autor difunto.
No tardó en volver a la realidad, la bolsa estaba desfondada, un hueco bastante ostensible dejaba paso a un enorme agujero. Nuria se llevó las manos a la cabeza, el libro se había caído al suelo del taxi, corrió tras el taxista sin recordar que ya era una anciana y que difícilmente podría alcanzarlo. Nuria paró a otro taxi...
–Sígale.
–Pero, señora, es un colega mío, nosotros no solemos perseguirnos.
–Me he dejado algo muy valioso dentro, hágame caso.
La carrera fue vertiginosa, ahora Nuria no estaba abstraída en la panorámica que, desde diversos ángulos, le ofrecía la ciudad, su mirada estaba clavada en las ruedas del taxi que viajaba con su libro como único cliente. El taxi paró a unos cien metros de ella, vio cómo una señorona elegantona, con un abrigo de piel y un perrito juguetón se introducían en el vehículo...
–Corra, corra más.
–Hago lo que puedo, señora, ¿acaso no sabe de educación vial?
Nuria se tiraba de los pelos pensando en que ese perrito travieso seguramente estaría ahora mordisqueando las tapas de piel curtida de su libro, olisqueando el viejo aroma de las páginas amarillentas y gastadas, deshojando y troceando la estructura lineal del libro, haciendo divertidos recortes a sus letras con los dientes, debilitando el cosido que unía los capítulos...
El taxi paró, Nuria observó con desaliento cómo la señorona empaquetada miraba altiva al cielo mientras su perrito sacudía la cabeza de un lado a otro, de izquierda a derecha, con el libro entre sus dientes, Nuria bajó del taxi sin pagar cuando todavía no estaba parado del todo, dio un traspiés y se cayó de bruces en un charco arenoso y pringado de barro y lodo. El taxista gritó: “Al ladrón, al ladrón” pero el pitido de un camión le hizo olvidar a la vieja y ponerse en marcha. Nuria, recuperada ya de la caída y corriendo tras el perrito y su dueña, se olvidó por completo de que tenía que pagar la carrera del taxista y de que casi todo en esta vida tiene un precio.
–¿Me está persiguiendo?
–Su perro juega con mi libro.
–Ese libro no es suyo, usted no tiene cara de intelectual.
–Lo perdí en el taxi que usted acaba de dejar...
–No me lo creo, ¿se ha fijado en su aspecto?, parece un payaso, con esas manchas de barro en la cara y en la ropa, decididamente usted no es una intelectual.
–Puedo demostrarle que soy una intelectual.
–Adelante.
–Como con los pies en vez de con las manos...
–¡Eso es una guarrería!
–Los intelectuales nos saltamos las normas, señora.
–Necesito alguna prueba más contundente.
–Hago trampas en la declaración de Hacienda...
–¡Será ladrona!
–Los intelectuales andamos siempre mal de dinero, señora.
–Necesito una declaración jurada de que usted es una intelectual.
–Eso es imposible, los intelectuales no estamos reconocidos.
–¿Cuánto es dos más dos?
–No exactamente cuatro, señora, en la vida no hay nada exacto.
–Hum, parece usted interesarme, ¿la poesía es sentimiento?
–No siempre, señora, en la poesía clásica no importa tanto el sentir como el decir.
–¿Las moscas tienen pelo?
–Según se miren, de cerca o de lejos.
–Está bien, veo que el libro es suyo, pero se lo devuelvo a condición de que me enseñe a comer con los pies.
–Será un placer, señora.
La señora del abrigo de piel le dio una tarjeta que Nuria tiró en la papelera de enfrente. Con su libro en las manos, algo deteriorado, se sentía poderosa. Llegó a su casa exhausta. Vivía en un se­ gundo piso. Abrió la ventana para que entrase un poco de aire y depositó el libro sobre una mesa de madera, vieja, carcomida, tambaleante, como un corazón roto. Un viento huracanado soplaba, Nuria sintió un intenso placer, su pelo grisáceo se le enredaba formando trencillas, sus mofletes sofocados recibían la caricia gélida del aire que los refrescaba. Una corriente inesperada zarandeó las puertas del ventanal y arrastró con ella una de las hojas del libro que estaba colocado sobre la mesa, a unos metros de la ventana. Nuria observó con desesperación como la hojilla caía a la galería del primer piso y el niño que jugaba en ella, el hijo de la vecina, la acogía entre sus manos como un regalo del cielo. Bajó las escaleras, llamó a la puerta del primer piso pero nadie contestaba. El niño era aún muy pequeño para tomar la responsabilidad de abrir la puerta a un posible desconocido, la vecina se habría ido a hacer la compra de la semana. No tendría más remedio que esperar. La espera fue larga, muy larga, tanto que a Nuria se le cerraron los párpados y cayó en un sueño profundo. Cuando despertó eran más de las tres, su reloj mecánico, algo flojo de cuerda, así lo confirmaba. Timbreó la puerta de la vecina varias veces y una mujer joven, de ojos pardos y ropa animada le abrió.
–¿La hoja es suya?
–El viento se la llevó.
–Venga, venga.
La mujer joven andaba con pasos veloces, tenía una sonrisa reluciente en los labios, como si algo sorprendente y feliz hubiera ocurrido en su vida.
Ya en la galería le hizo un signo a Nuria llevándose el dedo a los labios para que ésta guardase silencio...
–Escuche, escuche.
El niño leía con rapidez las palabras ordenadas en la hoja de papel de Nuria, respetando los puntos y las comas...
–¿No es sorprendente?
–¿El qué?
–Psss, baje el tono de voz.
–¿El qué? –repitió Nuria, hablando casi en un susurro–.
–Lo han intentado los profesores de la escuela, ha ido a clases especiales, le hemos buscado profesores particulares, psicólogos, lo hemos intentado nosotros, mi hijo era incapaz de leer y mucho menos como un orador.
Nuria esperó pacientemente a que el niño releyese la hoja una y mil veces, por fin se hartó y se dirigió directamente a la madre...
–Bueno, se me ha hecho un poco tarde, ¿me devuelve la hoja?
–Psss, escuchémosle una vez más.
Nuria empezaba a cansarse...
–Creo que ya es suficiente.
–Tiene razón, pero es que estoy tan entusiasmada... le compro la hoja, ¿qué le parece?
–¿Comprarme la hoja?
–Es un recuerdo, también guardo las primeras zapatillas con las que empezó a andar, eran de la hija de la vecina, me las prestó cuando yo ya estaba desesperada...
–No se la puedo vender.
–Comprendo, quiere regalármela, usted está tan emocionada como yo.
–¡Oh, no, no se trata de eso!, hay que arrancarle esa hoja al niño cuanto antes...
–¿Por qué?, ¿la tinta es venenosa?
–¡Mucho peor!, no se imagina la de mensajes subliminales que hay escondidos detrás de esas palabras tan aparentemente inocentes...
–¿Mensajes subliminales?.
–Sí señora, no pueden quedar registrados en su mente, evitemos la catástrofe, los niños tienen que tener las cosas claras. Esa hoja contiene grandes interrogantes incontestables que inducen al suicidio existencial, es muy peligroso que un niño sea distinto de sus compañeros, que no hable de vídeo-juegos y de Stallone, se sentirá irremediablemente solo el resto de sus días...
La madre, alarmada, arrancó la cuartilla de las manos de su hijo que se echó, irremediablemente, a llorar...
–Es mejor que llore ahora, señora, créame, aún se le puede consolar...
–¿Cree que habrá entendido lo que ha leído?
–No lo sé, pero si usted observa que se queda mucho tiempo pensativo cúrele con buenas dosis de televisión.
Nuria se marchó satisfecha, el libro era inofensivo hasta para un depresivo crónico pero la madre hubiera querido inmortalizar la hoja de papel de su libro en un marco de plata y grabar la fecha con letras mayúsculas.
Ya en casa, Nuria reconstruyó su libro como pudo y mientras lo contemplaba medio mordisqueado y arañado oyó cómo sonaba el timbre de su puerta.
Era un viejo amigo, algo más joven que ella, experto en libros de viejo, coleccionista vocacional...
–¿Podrías prestármelo?
–No sé...
–Yo te he prestado montones de libros.
–Éste es muy especial.
–Sólo quiero hacer algunas averiguaciones, te lo devolveré mañana.
Nuria no pudo negarse. Aunque sintió desprenderse de aquel libro que ya empezaba a ser algo más que un ejemplar de la primera edición de su libro favorito.
Los días pasaron y, cuando ya rozaban el mes siguiente, Nuria no aguantó más, la ausencia de aquel libreto la vaciaba por dentro. Fue a casa de su amigo y lo encontró como siempre, sepultado entre los tochos amarillentos y envejecidos de su biblioteca particular...
–¿Y mi libro?
–Te lo cambio por cualquier otro.
–Ni hablar...
–Date un paseo por las estanterías, encontrarás lo mejor de lo mejor.
–Quiero el mío.
–Te ofrezco diez libros a cambio.
–Nada puede sustituirlo.
–Pero si ni siquiera es antiguo...
–¿Qué dices?
–Se trata de una edición reciente, del noventa y cuatro quizá, ¿no te has dado cuenta?
–¿Estás seguro?
–Segurísimo.
–¿Entonces por qué quieres quedártelo?
–Porque da el pego.
–¿Qué quieres decir?
–Está tan bien elaborado que he tardado casi un mes en darme cuenta, me fascinan los libros que esconden un engaño.
Nuria se dejó caer pesadamente sobre una butaca de terciopelo ocre, ¿tantas desventuras para una edición del noventa y cuatro? Por su mente pasaron el hombre del puro, la bolsa desfondada, el perrito, la madre del niño... De repente su mente se iluminó, una sensación agradable recorrió todo su cuerpo, aquel libro formaba parte de su propia historia, de la de Nuria, de sus despistes y contratiempos, de sus artimañas para recuperarlo, aquel libro era un pedazo de carne de su carne. Se lo llevó de la casa de su amigo y cuando salió a la calle una sonrisa tragicómica se le clavó en los labios.


MICROCUENTOS:

Un par de labios empezaron a hablar. Se dijeron cosas que yo no pude escuchar. Un par de labios se empezaron a tocar, lentamente, torpemente... Un par de labios se estrecharon en una caricia íntima, carnosos y húmedos, como rosas abiertas. Una lengua se abrazó a la otra, una lengua se enroscó en la otra. La saliva de una boca empezó a ser la de la otra. Un par de labios se separaron. Un par de labios se dijeron adiós para siempre. Un par de labios se conocieron aquella tarde. Ya sé lo que se dijeron al principio: "Dame un beso", sólo eso, ¿para qué más?
* * * * *

Pegada a un cigarrillo paladeaba el sabor agrio de la nicotina en su garganta oxidada.
–Marga, quieres más al tabaco que a mí.
Marga reía, su compañero de toda la vida disfrutaba viéndola fumar. Era una artista del tabaco, levemente sostenido entre sus dedos, viajando delicadamente hacia su boca, sorbido en una aspiración frenética, diluido en una espesa humareda... Ella era la mujer del cigarro.
–Marga, dame una caladita.
–¡Pero si tú no fumas...!
Mario reía, le gustaba bromear con su vieja amante...
–Me vas a hacer desaparecer con tanto humo, Marga.
–Imposible, tienes tanto volumen, sobresales...
Mario le tapó la boca en un beso apasionado. Su lengua sabía a miles de cigarrillos devorados por el fuego y la respiración, transformados en saliva y en ceniza, convertidos en un aliento entrecortado y sabroso...
–¿Por qué no hemos podido compartir también el tabaco, eh, Marga?
–Tus pulmones son demasiado delicados, tu aliento puro, sólo con mi lengua he dejado que probaras el placer del humo venenoso...
Marga se quedó abstraída. El humo le hacía divagar, crear volteretas de aire contaminado y espeso, como los pensamientos. Mario le quitó el cigarrillo de los dedos y la atrajo hacia sí. Mientras el cigarrillo se consumía en un cenicero de barro Marga y Mario hicieron el amor por última vez. El cigarrillo botó del cenicero y quemó la alfombra. No se dieron cuenta de que estaban envueltos en llamas, sólo podían sentirse el uno al otro, no había otra sensación posible. Sus cuerpos carbonizados quedaron abrazados por sus sexos.
Las ruinas todavía huelen a sudor, a pasión y a la saliva de Mario recorriendo el cuerpo humeante de Marga.

* * * * *

Ella nunca comprendió su “adiós.” Era un “adiós” demasiado ausente. Si al menos le hubiera encontrando revolcándose en las sábanas húmedas de otra mujer...
Ella estiraba los brazos y trataba de abrazarle pero sólo tocaba un pedazo de aire flojo y amorfo. Ella soñaba con él, pero es tan retorcido el lenguaje de los sueños que Lucas aparecía siempre en ellos como una sombra pálida e ingrávida, retorciéndose, huyendo de sus caricias, fugitivo de esta realidad...
“Si al menos se hubiera enamorado de otra, si su corazón ya no fuera mío pero latiese, si sus fantasías sensuales acariciasen con la mente el cuerpo soñado de otra, si escribiese cartas de amor a mi mejor amiga... entonces sería otra cosa.” “Si se hubiese vuelto frío, si el amor ya no le llenase, si buscase la esencia en los libros y dejase marchar, de vez en cuando, su deseo con mujeres indiferenciadas, entonces podría entenderlo.”
Ella le había visto marchar en una caja de madera, inerte, inmóvil. Besó sus labios gélidos y palpó su corazón parado. Nunca lo comprendió. A menudo le lleva amigas a la tumba y le suplica: “Siente, por favor."

* * * * *

Llegó la era del tiempo, del estrés, de las prisas, de los agobios. La gente se miraba sin verse, se hablaba sin oírse, se tocaba sin sentirse. Grandes colas en el metro, en el supermercado, en el cine... y durante la espera ni una palabra. Adrián quería hablar con su padre pero éste estaba concertando una cita con su jefe para el día siguiente. Mónica quería besar a su novio pero éste estaba repasando unos apuntes para el examen del próximo jueves. Laura quería dibujar el retrato de una hormiga pero ésta no paraba de moverse almacenando migas de pan para el invierno que viene... Todo parecía acelerarse por momentos. El globo terráqueo giraba y giraba y no se cansaba de dar vueltas alrededor del sol. El sol no se cansaba de bullir en refulgentes lavas de fuego y luz. La luna no se cansaba de recortarse y redondearse en el firmamento...
Nada estaba dispuesto a transformarse en un océano de quietud y de tranquilidad hasta que, de pronto, un transeúnte arrojó al mar su reloj, su calendario, su despertador, su cronómetro... Su vecina lo vio e hizo lo mismo. La amiga de la vecina se lo contó a su marido y ambos decidieron deshacerse de todo lo que midiese el tiempo. Una cámara de televisión filmó la instantánea de los doce hijos del primo del marido de la vecina arrojando sus relojes y calendarios al mar... Al cabo de dos días nadie sabía en qué día, hora y momento de su vida se encontraba... Adrián quería hablar con su padre y éste respondió a todas sus preguntas. Mónica quería besar a su novio y éste le abrazó. Laura quería dibujar el retrato de una hormiga pero ésta no paraba de moverse almacenando migas de pan para el invierno que viene. La tierra giraba sobre su eje mientras el sol lanzaba llamaradas de fuego y de luz. La luna tan pronto era media esfera como ella entera.

* * * * *

Dos amigos se encontraron después de un largo período de tiempo sin verse. Sus miradas grisáceas se cruzaron y, al reconocerse, más viejos pero con la misma expresión en la cara se saludaron...
–¿Qué es de tu vida, Miguel?
Miguel no quiso contestar, así que Víctor tomó la iniciativa...
–Me casé, ¿sabes?, tengo dos hijos, un chico y una chica. Ascendí en mi puesto de trabajo, ahora soy el subdirector de la empresa. Me compré un chalet en la isla y un descapotable, tengo una amante, pero entre tú y yo, ¿sabes?, tiene la misma edad que mi hija, imagínate, bueno y tú, ¿qué has hecho durante todo este tiempo?
Miguel se aventuró a decir...
–Soñar.
–¿¿Soñar??
Miguel reafirmó más su tono de voz:
–Sí, soñar.
–Bueno, yo también sueño por las noches pero no le doy importancia.
–Yo sueño noche y día, a todas horas, cuando me despida de ti sabré que has sido sólo un mal sueño.
–¿¿Yo un mal sueño??
–Eres tan real para los demás que para mí ni siquiera existes como sueño, ¿he dicho un mal sueño?, no, más bien quería decir una pesadilla. De esas que te asustan mientras duermes pero que por la mañana sólo existen en forma de dolor de cabeza.
–¡Me estás insultando, Miguel!
–No, sólo estoy pensado en voz alta.
–¿Sabes?, creo que me dices todo eso porque tú no has conseguido nada en esta vida, porque no has llegado a ninguna parte.
–No hacía falta que llegara a ninguna parte porque ya estaba en alguna parte... Adiós Víctor.
–¡Será posible!
Miguel se fue dejando a Víctor donde lo había encontrado. No lo recordó nunca. Víctor sí que se acordó de Miguel. Incluso soñó con él.

* * * * *

Ella dormía. Tumbada sobre su cama de una sola plaza dormía sin saber que dormía, sus sueños eran reales. Las paradojas de su subconsciente rasgaban la irrealidad de los sueños con una rabia feroz.
Aquella noche soñó lo mismo que todas las noches desde hacía dos años. Galopaba sobre sus pies. Trepaba. Subía en el ascensor de sus rodillas flexibles. Corría sin huir de nada ni de nadie, sólo para desafiar al viento. Caminaba, sí, también lentamente, sintiendo el peso de su cuerpo sobre sus fuertes piernas, sobre sus huesos duros y elásticos. Doblaba las rodillas y ascendía por una escalera de caracol, interminable, mareante, pero ella nunca se cansaba. Qué placer la genuflexión de sus piernas, el delicado y suave elevarse por encima de su estatura...
Pisaba, pisoteaba, sacudía el agua de los charcos. Sentía a través de sus piernas tanto la caricia de su amante, la lengua besucona de su perro, el frío y el calor, como el nervio dolorido y entumecido, la patada del rival, la espinilla amoratada de agresiones, el picor de la piel escocida o aguijoneada y el sudor amargo de las caminatas estériles.
Su sueño siempre terminaba devolviéndole a la realidad. Empezaba a hundirse en tierras pantanosas y enlodadas, que le atenazaban hasta la cintura. No fue así, no, fue un accidente de tráfico, pero los sueños tienen sus propios símbolos...
Vio su silla de ruedas, primero borrosa, luego con total nitidez. Su madre, al verla, exclamó como todos los días: “¡Pobrecita!”, pero ella esta vez le tapó la boca: “No me llames pobrecita, mientras tú duermes tirada en la cama con las piernas muertas, yo camino. Mientras tú arrastras durante el día tus piernas como si nada pudiera robártelas, sin sentirlas siquiera, yo pacto con ellas para que ni esta noche ni ninguna otra se olviden de soñar.”

Otros relatos:


No éramos Cortázar


“¿Tienes un minuto?” “No.” “Un minuto, ¿eh?, sólo un minuto.” “Un minuto cuesta dinero.” “Te lo compro.” “¿Cuánto pagas por él?” “Ponle tú precio.” “Veinte el minuto y dale.”

EL MINUTO

¿Te acuerdas de cuándo éramos argentinos o imaginábamos serlo porque leíamos a Cortázar? ¿Te acuerdas, ché, eh, pibe? Tú siempre le ponías acento francés, decías que en el fondo Cortázar era muy francés y yo negaba con la cabeza porque para mí el surrealismo se hablaba en lengua castellana, ¿te acuerdas?, ¿eh, ché, pibe? Ella nos ganaba siempre, liada a porros y esnifando travesuras, ella era una artista del pincel y dibujaba sobre nuestros cuerpos sombras de papel. Yo la amaba. A ti sólo te gustaba porque era muy bonita. Yo la recuerdo frente al ventanal de aquel trastero apestado de calor y de humedad esbozando bocetos de portada o contraportada para nuestros futuros libros. Y nosotros ideando la forma de enamorarla a pesar de que ella era muy lesbiana y no aceptaba ni siquiera ser bis, de que sus modelos la adoraban y de que más de una orgía tuvimos que presenciar matándonos a pajas. Pero la amaba, ¿eh, pibe? A ti sólo te gustaba. Nosotros jugábamos a ser artistas de la palabra mientras ella sudaba cada gota de lienzo, cada pincelada, cada brillo o cada tono. Nosotros "nos las dábamos de", nos mojábamos el culo de alcohol y tan sólo recitábamos versos que no eran nuestros y que ni siquiera entendíamos. Luego recitábamos profecías malditas en su balconada y jugábamos a las piedras lanzándoselas a esa temprana escultura (busto desnudo con pechos de cristal). Pero sólo yo la amaba, ¿eh, pibe? A ti nada más que te gustaba. Y un día se lo dije. Iba vestida con una bata negra y una gorra de pana con la visera vuelta. "Te amo." Me desnudó, yo trataba pero ella rehusaba, sólo pretendía pintarme desnudo. Pero, ¿sabes?, entre tú y yo adivino a quién pintó de los dos porque no hay pene ni testículos, no hay forma ni retrato, tan sólo la silueta difusa de una posibilidad eterna que ella cerró arrojándose por la ventana. Y, ahora, ¿eh, pibe?, ¿ella me amaba?

"Cuarenta y cinco con sesenta y seis."


No hay nada exacto




Se conocieron en un reservado. Él estudiaba Exactas desde hacía siete años y ella daba clases de literatura irlandesa en la Facultad. Él no sabía que la mirada brillante de ahora era fruto de un porro y de tres litros de alcohol. Él no sabía que ella nunca dormía (dos siestas de veinte minutos y se acabó). Él no sabía que ella revelaba fotos en blanco y negro de gatos atropellados bajo las ruedas de cualquier vehículo de automoción. Él no sabía en realidad nada, nada que pudiera interesarle (salvo que trabajaba en la Facultad) cuando se metió en su casa y en su cama.
Al principio le divertía que ella anduviera medio desnuda por la casa recitando poemas de Homero en el más primitivo idioma griego. Al principio le gustaba incluso que ella hiciese la colada con libros y tela de pergamino, que bailase de puntillas por los altillos y que tendiese la ropa de una manga. Nada de esto le resultaba molesto cuando empezaron si él podía sentar también su culo en un despacho de la Facultad. Todo era genial y maravilloso, todo el tiempo transcurría de noche junto a Eros desnuda si ella le prometía un trono en el centro del Universo.
Pero el tiempo pasaba y las canas auguraban malos presagios. Como mucho una plaza en el vertedero municipal. Ella reinaba en un paraíso alocado de figuras y fantasmas escoceses que declamaban en un inglés casi incomprensible versos que ya no eran versos sino retazos de palabras cuyo significado invertía. Soñaba con felinos que trepaban por su entrepierna y le lamían el clítoris, transformaba  a los reyes del tablero de ajedrez (con sus peones, alfiles y torres) en ácratas o anarcas y sentía tantos orgasmos como infartos vitales.
Con una pierna dentro y otra fuera de la casa, una casa que apestaba ya a sudor, a lágrimas que se vierten cuando los trazos de la vida se convierten en garabatos indescifrables y pincelada quebradas, cuando lo sólido se disuelve en líquido o se evapora en gaseoso, cuando las estructuras pierden su armazón y su arquitectura y los  lugares interiores ya no son parajes para el refugio y la duda sino laberintos sin salida, él le hizo una última llamada de atención. Ella sintió que una voz ajena (jamás la había escuchado con ese timbre y ese tono) le llamaba. Se sentó delante de él con las piernas abiertas, desenfundó su saxofón y transformó el sonido en verso y lírica mientras él la acusaba de “traidora”. Alguien que pedaleaba en bicicleta se coló en la casa atraído por el rumor de voces tan dispares y disonantes. Trató de poner orden pero cuando el saxo aulló como un gato y el hombre preparó su maleta de viaje para no volver nunca más la sacó a ella a bailar. “¿Cómo puedes tocar así?”, se atrevió a preguntar, “Porque un día decidí olvidar en el viejo pupitre del Conservatorio mis partituras de doctrina y escuela y tocar sólo cuando los gatos maúllan porque se mueren de celo.”



El ladrón de perros

Nunca fui un buen tipo. Hasta cuando mendigaba por las calles harapientas del extrarradio les robaba a mis compañeros de inmundicias las pocas monedas que habían conseguido recaudar. Sólo respetaba a Paul, un viajero incansable que narraba historias extraordinarias con la fluidez y el estilo de un escritor de ficciones. El poder embaucador de sus palabras me hipnotizaba. Y aquellos ojos grises, casi transparentes, me hacían pensar en un ser mágico, irreal. Pero, a la vez, odiaba a su perro. Nunca me han gustado los chuchos. Por algo fui ladrón de perros aunque, todo hay que decirlo, me pagaban bien. Para mí era sencillo. Siempre fui bastante escurridizo. Sabía filtrarme en las casas o en las guarderías caninas cuando nadie vigilaba. Me gustaba observar, espiar, andar siempre al acecho. “Mis perros” ganaban todas las peleas. Los elegía con mimo, calculando su capacidad de aprendizaje, su fuerza, su impulsividad, su carácter, su elasticidad... Ahora, sin embargo, sentado aquí, en este banco, sólo me fijo en su mirada. En esa mirada profunda que desfonda y en la que anida un abismo de tristeza. Enjaulados, entre barrotes, tal vez esperen aún al dueño que les abandonó. Nunca supe verlos así, lo reconozco. Y no fue culpa suya. Fue por falta de sensibilidad. Por esa forma mía, tan tosca y tan torpe, de relacionarme con el mundo. Paul fue quien empezó a domesticar el alma que nunca tuve. Solíamos ir al Museo. Sí, aunque no me crean yo iba al Museo con Paul pero no a ver los cuadros ni las esculturas ni las efigies. Yo iba a escuchar a Paul. A oír cómo interpretaba lo que para mí eran simples grumos de pintura, hilachos de óleo o de témpera, el pan de oro que hubiese codiciado de haber formado parte de una joya. Porque para mí los lienzos no eran joyas. Tampoco les atribuía ningún valor. Era Paul quien me “leía” la historia que se ocultaba (pincelada y polícroma) tras cada imagen. Después las observaba otra vez, me esforzaba por ver lo que Paul me había enseñado y aunque, de forma invisible para mí, todo lo que decía estaba allí, yo era incapaz de percibirlo. Salía cabizbajo del Museo (humillado). O Paul era un bicho raro o lo era yo. Más bien él era un tipo refinado, culto y yo un simple animal sin evolucionar. Tal vez menos que un animal. Siempre que salíamos del Museo o de la Biblioteca allí estaba Robin, esperando a Paul, olisqueando su olor tibio y húmedo, recreándolo en su universo particular de alientos, aromas y perfumes; inconfundible para él a pesar de no poder intuir más que una sombra desdibujada, borrosa y lejana. Era entonces cuando le oía exclamar a Paul: “¡Lástima que no te dejen entrar a ti! Seguro que tendrías mucho que decir.” Y yo empezaba a maldecir mientras Paul se encogía de hombros acariciando a su chucho: “Le das las mejores chuletas, es increíble, lo quieres más que a ti mismo. Si este “babuchas” no tragara se convertiría en una máquina de matar, son fieras, te lo aseguro, les he visto devorar las vísceras de su rival, aún con vida. Son puro instinto, meros bichos irracionales que actúan de forma ilógica, sanguinaria, asesina y tú...”, “¿No te estarás retratando a ti y a cualquier bípedo? Este bicho, como tú dices, se conforma con ser mi sombra, con andar mi camino pudiendo ser libre.”
Ahora sus palabras cobran verdadero sentido para mí. Ahora que yo mismo he elegido privarme de mi libertad. Voy a entregarme a la policía aunque no se sepa nada todavía. El tío ése no se lo merece. No merece que pase el resto de mi vida entre rejas pero..., algo ha cambiado en mí.
Aquella noche Paul y yo nos adormilamos escuchando un suave quejido, un suave rumor. Tal vez Robin tuviera frío. Tal vez le doliese la cabeza. Tenía glaucoma. No, no eran el frío ni el dolor, era su fino olfato olisqueando carne de buitres. Aquellos cabezas rapadas iban a acuchillarnos por “afear” con nuestros trastos y nuestra indumentaria hecha jirones la ciudad. Robin se abalanzó sobre ellos. No era buen perro de pelea. Un navajazo le atravesó la yugular. El cuchillo cayó y yo maté a uno. Los otros huyeron.
Y hoy que pienso en ti y en tu perro, Paul, viajero extenuado que has perdido el rumbo de tus pasos porque ya nadie los sigue, y porque un día de libertad es mejor que cien de cautiverio, la ciudad que los skins quieren limpiar se llenará de perros abandonados. Voy a abrir las jaulas de esta perrera-cementerio. Que sean ellos los que decidan.

El rostro invisible

Mis padres no querían que creciese. Cuando me sentían fuerte y segura buscaban argumentos para que dudase de mi felicidad, para que me interrogase interiormente y, tras formularme un sinfín de preguntas sin respuesta, caía en la apatía y en la tristeza. Su cebo era el malestar íntimo del otro, la debilidad, esa fragilidad que nos vuelve vulnerables y manejables. Querían utilizarme. A menudo me chantajeaban emocionalmente, me impedían relacionarme con los demás, buscar aliento en un amigo, en un concierto o en una película de evasión. Tenía que estudiar. Tenía que “labrarme un porvenir” pero sin alcanzar nunca la independencia ni la libertad. Su casa siempre sería mi casa. No entendían que pudiera desear otra vida, otra compañía, otro hogar. Sin embargo, a diferencia de mi hermana pequeña (a la que luego vi como un ser malformado por la enfermedad y el entorno) yo supe ocultar mi rostro (y mi identidad) tras una máscara impenetrable. Ya no podían conmigo. Me iba alejando, distanciando. Tan sólo dejaba en casa un símil empobrecido y raquítico, una sombra de lo que yo realmente era. Me curtí. Me preparé a fondo. Aprendí a investigar (ya no me limitaba a estudiar los apuntes). Iba a tertulias, a exposiciones, a conferencias, a congresos. Y me relajaba montando en bici. Rastreaba toda la ciudad. Visitaba sus rincones más apartados. Sentía vértigo al experimentar una fuerte sensación de velocidad mientras me empujaba el viento y mis pies pedaleaban deprisa. Era un poco temeraria. Me lo jugaba todo a una carta. Siempre arriesgaba. Por eso mi hermana me idealizó, porque ella “no se atrevía”, porque yo era fuerte y sólida, porque en el naufragio de su vida yo siempre me arrojaba al agua para salvarla. Pero aquello debía acabar, había terminado mis estudios, la oposición estaba ganada y un chico me quería. No me planteé más. Ella había cumplido a la perfección con el destino que le encomendaron papá y mamá: ser débil, frágil, tenerle miedo a la vida, a sí misma y a los demás. No había crecido y se había quedado detenida en la vida, con un sinfín de relaciones rotas, una pobre formación incompleta, algunas adicciones y una dependencia parasitaria hacia mí.
Sin embargo cuando me casé ella fue la única que vino a mi boda. Mis padres veían en mí a la eterna hija pródiga, a esa hija que nunca aceptaría renunciar a una vida propia y enteramente suya. Yo no iba a dejar que mi juventud (o mi incipiente madurez) se esfumase para ver cómo ellos envejecían en la decrepitud y en la necesidad (hasta física) de mí.
Enseguida decidí formar mi propia familia. Tuve un hijo y mi hermana y mis padres creyeron que podrían arrimarse a esa nueva vida; a esa brizna de esperanza. Se equivocaron. Mucho antes de que naciera, de que pudiera fugarme incluso de aquel ambiente envenenado, ya me había blindado del todo y había tabicado todas las aberturas de mi casa. Con mi marido ni era feliz ni desgraciada. Ya lo he dicho, él me quería, yo no sé. Al menos no tuve que ser sumisa ni obediente. Él no podía manipularme, yo ganaba más dinero que él. Pero el trabajo no me era grato. Impartía clases de literatura y de lengua en el Reformatorio. Aquellos chavales eran hijos de un infierno similar al mío. Sin embargo habían optado por envenenar su mente y su cuerpo para inyectarles tósigo y ponzoña a  los demás. Tuve que endurecerme más todavía. Mi piel se cubrió de escamas. Me protegía una armadura. Era agria y arisca con todos. Cuando sonaba el teléfono y era mi hermana yo nunca descolgaba. Si mi hijo me pedía mimos yo le reprendía y le enseñaba a ser fuerte, a resistir, a perdurar a pesar de todo. No permitía que mi marido jugara con el niño por pura diversión, para disfrutar de las horas de ocio y de recreo. Todo tenía que estar medido. Todo tenía que tener una finalidad. Los juegos debían regularse con normas, reglas, (mejor con un reglamento rígido e inflexible) y su finalidad no podía ser otra que la de enseñar. Objetivos educativos y didácticos. Yo no me daba cuenta pero mi marido me observaba distante, desde una lejanía fría, apartada de mí, como si ya no me conociese. Mientras, mi hermana jugaba con la muerte y mi hijo, oprimido y asfixiado, quería estallar. Tal vez soñase con resurgir en otra parte, fuera de la tiranía. Un día se fue de casa. Yo no sabía que había buscado refugio en su tía, una mujer débil y sin hacer que, a pesar de todo, había desarrollado una gran capacidad para transformar el sufrimiento en arte. Esculpía sobre todo bustos de mujer. Los tallaba con sumo detalle, cuidando las formas, puliendo las aristas, moldeando materiales rígidos hasta que se tornaban flexibles y maleables. Yo ya no quería saber nada de mi hijo (había sepultado su destino) pero mi marido me rogó que fuésemos a una exposición conjunta. En esta última etapa (primera para mi hijo) los bustos figuraban sin rostro. Les pregunté por qué. Señalaron un espejo: mi rostro se había borrado.

NO VUELVAS A MORIR

No quise darme cuenta. ¿Cuántas pistas deja un suicida antes de morir? Seguramente muchas pero todas invisibles.
Solíamos “viajar” juntos en autobús. Subíamos en una de esas líneas que atraviesan la ciudad, bajábamos en una parada al azar y cruzábamos barrios alejados del Centro y de nuestra urbanización entre gente que, al parecer, sabía muy bien “de donde venía”, “en donde estaba” y “donde iba.” Él desplegaba su plano y trataba de hacerme comprender: “¿Ves? Ésta avenida es la diagonal de la tangente...” Yo lógicamente no entendía nada. Me fijaba entonces en los rostros más bondadosos, en las facciones más dulces creyendo que como dice el refrán: “La cara es el espejo del alma” o “Los ojos las ventanas del corazón”, para preguntar por alguna calle céntrica. Pero poca lírica había en esos semblantes aparentemente benévolos. El sueño de la mañana suavizaba sus facciones y les hacía tener la apariencia angelical de un bebé dormilón. Normalmente contestaban con un “No” seco y abrupto. Otros con un despectivo: “No soy de este pueblo, ¿me ha visto cara de paleto?” Algunos se estiraban en un prologando bostezo mientras dejaban caer: “Pregúntele a los taxistas. Ésos lo saben todo.” Siempre había algún “alma caritativa” que demoraba su explicación con todo lujo de detalles: “...si tuerce a la izquierda encontrará una zapatería haciendo chaflán, siga dos calles más arriba, sitúese en el centro de una plaza en la que verá la estatua de un romano y dos farolas como las de antes, con su ornamentación forjada y tallada, no como ésas de Independencia, ya sabe y...” Yo entonces me fijaba en el rostro de mi hermano, altivo, orgulloso, ya sabía donde estábamos. Teníamos que perdernos más. Entonces no me daba cuenta de que por una extraña razón que ignoraba mi hermano amaba el peligro. La desorientación absoluta le excitaba. La vida era un riesgo continuo (y un “arriesgarse” continuamente).
Hasta que no le sugería que pidiésemos ayuda (no se cansaba de andar. Caminaba hacia un horizonte lejano, sin fin, sin límites), agotada y con lágrimas en los ojos, no abandonaba su marcha decidida y apresurada. Caminaba hacia el “infinito”. Quería llenar sus pies de pisadas, saber que se había alejado lo suficiente como para tomar la decisión de no volver, alejarse de sí, dejarse aparcado, abandonar un cuerpo y una mente asfixiados y seguir avanzando como éter, sobrevolando, volatilizando, ingrávido, ligero, hijo del viento... Al menos eso pensaba yo.
También “jugábamos a esquivar coches”. Se trataba de ir a la carretera de Madrid o de Logroño y cruzar lo más rápidamente posible la vía sin que ningún coche nos rozase. No es que fuéramos bebidos. Teníamos, por el contrario, un alto grado de consciencia. Yo era cobarde. Él un temerario. Si pasaba algún vehículo lento aún me atrevía. Si no no. Él prefería que esperásemos al anochecer, cuando un manto de estrellas sin luna (noche oscura, noche cerrada) nos iluminaba suavemente, apenas. Los faros de los coches se confundían con pequeñas antorchas y linternas y su brillo lechoso y amarillento refulgió más de una vez en el cuerpo apenas distante de mi hermano. Trataba de convencerle de que aquello no era “normal” pero fue él quien me convenció a mí de que debíamos despreciar la vida. Un infierno del que no hablaba le atemorizaba más que perderse en la ciudad, morir atropellado o ahogarse en la piscina.
Sí, también nos apuntamos a un cursillo de natación en la piscina municipal del barrio. Él se lanzaba a los tres metros sin saber nadar. Yo, chapoteando como un bebé, escupía agua sin parar. A veces lo veía bucear, buscando algo en el fondo de la piscina, como si quisiera encontrar una parte de su ser.
Un día se fue solo. No regresó nunca más. Entre las páginas de un libro de autoayuda encontré una nota que intentaba explicar el porqué de su “huida”.
“No puedo descansar, ya no duermo ni soy ni existo. Todo el día y toda la noche recibo mensajes de esos cabrones (dicen que son detectives) amenazándome con que te van a matar. Y yo, en vez de ayudarte, juego con nuestras vidas para que muramos juntos, para evitar que sufras en manos de unos delincuentes. Aparecen y desaparecen, no los puedo controlar. El otro día vi a uno al volante de un Peugeot y me lancé para que no cruzases tú. Si un día muero será para evitar que seas tú quien lo haga. No me sufras. Quiero evitar que sigas desafiando al peligro. Tal vez sea lo más cuerdo. Aunque no sé si lo que digo es tan real para ti como para mí. El loquero dice que deliro pero no. Es así. Créeme. Besos.”

EL PODER EMBAUCADOR 
DE LA MEMORIA

En realidad no sé qué pasó. Éramos amigos, tal vez pudimos ser más. Nos conocimos en la biblioteca de la Facultad. Él se conformaba con “pasar” los exámenes. A mí me gustaba investigar. Él era un ávido lector, devoraba los libros y los releía hasta casi memorizarlos. Yo tomaba notas de cada aspecto gramatical, fonético, sintáctico..., desmenuzando, analizando, planteándome una y otra vez cada cuestión, el significado oculto de cada poema, de cada estrofa, de cada verso. Por eso estudiaba con tanta lentitud, porque no existía nada superficial que pudiese dejar a un lado, porque todo era demasiado importante para permitir que lo olvidase después, cuando ya hubiese superado la asignatura. A veces escribíamos relatos y poemas juntos; yo les daba un toque de imaginación, de fantasía desmesurada. Él les daba coherencia y unidad. Aunque sólo fuera por eso debería llamarlo. Tal vez lo haga más tarde.
Además no sé con quien podría discutir sobre temas relacionados con otras artes, reafirmando mis gustos sobre los suyos para contaminarme después de ellos. Por eso ahora que han pasado los años (y me falta una chispa de vitalidad o me sobra cierto desorden mental) echo de menos la coherencia que él le daba a mi “caos” creativo o el sonido de aquellas letras que parecían aullidos y que rasgaban la noche con acordes de guitarra y tambores de batería.
Durante mucho tiempo organizamos debates a dos voces mientras veíamos películas o escuchábamos música. Él solía quejarse de que yo elegía filmes demasiado profundos, con un transfondo existencialista, sin final o con final abierto, inconclusos como la vida misma. A cambio a mí me fastidiaba el “ruido” que él llamaba “música”. Prefería a Debussy, a Glenn Gould interpretando a Bach o melodías de jazz intuitivas e improvisadas. Sí, debería llamarlo. Aunque todo no fuera bueno.
Recuerdo con tristeza que yo fumaba mucho y que él bebía mucho. Una madrugada desperté envuelta en una suave fragancia etílica. Él se terminó mi paquete de cigarrillos. Le gustaba el aroma, decía, el olor a hierba quemada. Le gustaba dibujar filigranas de humo en el aire y calentar su garganta con la brasa del pitillo. También nos contagiamos nuestras adicciones. Había mixtura en nuestra antagónica forma de ser. Pero pronto llegó la distancia. Mi mente se rompió. Ya no dormía. Acompañaba mis horas de estudio con litronas de café y un chorrito de alcohol. Además de las lecturas obligatorias tenía lecturas propias, íntimas, de búsqueda interior. Quería configurar un diccionario personal, con mi léxico particular, mis palabras favoritas, mis palabras malditas, toda clase de sinónimos y antónimos (siempre imperfectos por mucho que tratase de limarlos y de sugerir matices con adjetivos o adverbios), palabras olvidadas, neologismos, algunos gráficos ilustrativos, derivados y compuestos inventados... Quería empaparme de Pessoa, de su aliento metafísico, de su aire de irrealidad, de su multiplicidad de yos. Llegué incluso a desear escribir como él, a comprarme un baúl y dejar mis papelitos (llenos de delirios inconexos y deslavazados) en su interior. También me disfracé de Pessoa e intenté llevar mi teatrillo (yo era a la vez que el poeta sus heterónimos: Bernardo Soares, Alberto Caeiro, Álvaro de Campos y otros) a la calle. Todos se burlaban de mí aunque yo en ese momento no me diese cuenta. Pasé de ser una chica seria y responsable (“modelo” decían los papás) a ser una loca, una lunática, la quijotesca parodia de una filósofa. En mis “noches-día”, pues todo para mí estaba envuelto en un hálito de luna y de constelaciones estelares, paseaba por la ciudad dejando que mis pasos me llevaran a cualquier parte, sin rumbo fijo, libre de horarios, olvidada de todo. Y en la penumbra de mis ojos ciegos de ensueño veía a la gente como si fueran esculturas inmóviles o congeladas en un gesto; a la naturaleza y sus árboles, su césped y sus chorros de agua como óleos o acuarelas; al dibujo de las nubes formando caprichosas figuras como jeroglíficos enigmáticos tras los que se ocultaba la verdad de los sabios, a los bares, cafeterías y garitos como escenarios en los que se representaba una escenificación fílmica o teatral... Incluso creí necesario introducir en cada espacio cultural un lugar para el pensamiento. Por eso fui dejando cuartillas en blanco encuadernadas en rústica o en cartoné (algunas incluso de color amarillento con las tapas en pasta española a imitación de lo antiguo, con sus nervios, su marca páginas y su tejuelo) en cada biblioteca, centro cívico, casa de juventud o club de jubilados. Mi alocada idea consistía en que a través del vacío de las páginas cada uno “se leyese” a sí mismo e incluso subrayase párrafos (inexistentes) con fijaciones recurrentes u obsesivas. Era como trazar en blanco un camino que llevase directamente al interior de uno mismo. Él nunca lo entendió. Nunca hasta que su indecisión profesional y su falta de perspectivas le tumbó en una cama.
Sí. Tal vez ahora, desde esa depresión que le sumerge en un abismo profundo de negrura pueda comprenderme. Pero..., ¿llama él? No, no descolgaré. Prefiero que permanezca en el recuerdo, inmaculado, impoluto, embellecido por la memoria.